No existe el tiempo de calidad. Existe el tiempo.

Hace poco tuve que explicarle a mis hijas que lo normal no era que vieran a sus padres tantas horas al día. Que la mayoría de sus amigos y amigas se encontraban con ellos a la hora de cenar. O muy de mañana, cuando tenían que llevarles al colegio una hora antes que al resto porque debían ir a trabajar a un sitio concreto con un horario fijo.

 

Disponemos de la tecnología para trabajar mucho menos (y de manera más eficiente) que la generación anterior a la nuestra. Pero, entre ola y ola de COVID, a demasiada gente la han obligado a volver a la oficina. Con las consecuencias que todos conocemos.

 

No haré aquí un alegato del teletrabajo y la conciliación. Para eso llevo hablando de ello desde 2007. Pero sí de lo que representará en la futura vida de nuestros hijos. Y de lo que influye en la presente.

 

Demasiadas veces hemos escuchado la expresión 'tiempo de calidad'. Sinónimo de desconexión, sin duda, pero también de no poder disponer de las vivencias conjuntas que desearíamos porque dedicamos (objetivamente) más horas al trabajo que a cualquier otra actividad personal a lo largo de los días.

 

Y, si bien es evidente que esos momentos nos marcan a todos, lo cierto es que supone más una excusa que una verdad. Porque el tiempo no es de calidad si no vuelves a tenerlo hasta cinco días después. Hasta el siguiente puente. O hasta un nuevo período de vacaciones.

 

La pandemia nos ha enseñado lo difícil que es trabajar en remoto con personas (pequeñas o grandes) a nuestro cargo. Pero también a escribir un correo con nuestro bebé durmiendo en brazos. A ver películas un martes porque necesitábamos parar. A incorporar a los niños y niñas a las tareas diarias de la casa. O, simplemente, a girarnos cuando nos piden un 'papá, mira esto' y luego seguir mirando el ordenador.

 

A veces recordamos cuando nos tirábamos en el sofá a ver un programa con nuestros padres. Cuando dormíamos juntos la siesta. Cuando bajábamos con ellos a la panadería. Actos cotidianos, que pueden tener lugar cualquier día de la semana, y que dan medida de las vivencias que acumulamos.

 

La flexibilidad laboral, en circunstancias normales, nos lleva al parque por las tardes aunque estemos pendientes del móvil. A dejar a los pequeños y las pequeñas cada día en la puerta de la escuela, reafirmando su autoestima. A acompañarles al médico entre semana si hace falta. O a jugar conjuntamente en cualquier momento.

 

Porque, bien hecho, el trabajo puede realizarse en muchos momentos del día. Pero la infancia no vuelve. Jamás.

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