Vivimos, sobre todo en España, en una sociedad donde hablar de dinero penaliza. Si ganas poco, porque parece que quieras dar pena. Si ganas mucho, porque generas controversia. Y si ganas normal, porque según muchas personas no hace falta que airees tus emolumentos.
Recientemente ha tenido que ser un Decreto Ley el que obligue a las empresas a publicar sus salarios. Primero, porque no haya discriminación por razón de género. Pero de manera subyacente para acabar con guerrillas internas que descohesionan compañías por el simple hecho de querer saber lo que percibe el de al lado y si tú crees que se lo merece o no.
En Estados Unidos existe, desde hace mucho, la figura profesional del Relaciones Públicas. Una persona con don de gentes, contactos y ganas de ayudar a otros que pone al servicio de los demás su capacidad para conectar proyectos, ideas y negocios. Y, obviamente, percibe dinero por ello.
En mi país, sin embargo, mucha gente te acaba llamando para pedirte favores. Y tú accedes a hacerlos. Porque es tu naturaleza. Porque va en tu ADN tratar de echar una mano como otros hicieron contigo. Y porque en ocasiones te da vergüenza (educacionalmente te han inculcado que hablar de dinero es perjudicial y puede hacerte perder oportunidades) decir que lo harás encantado pero que eso, como todo, tiene un precio.
¿Y por qué lo tiene? Se explica de una manera muy sencilla. Al menos en mi caso. Llevo más de 20 años trabajando como periodista, lo que me ha llevado a pasar por redacciones de numerosos medios de comunicación, conocer a infinidad de profesionales y juntarme con muchos de ellos para proyectos determinados. Eso supone que, por poner un ejemplo, a día de hoy pueda conseguir con un solo WhatsApp una página de contenido en diarios como Marca y El Mundo.
Quizá muchos lectores desconocen las tarifas, pero pagar publicitariamente por aparecer a página completa en estos diarios oscila entre 2.500 y 5.000 euros. Teniendo en cuenta, además, que lo que se obtiene siendo publicado en ellos como noticia es un impacto de marca personal y posicionamiento no igualable al que ofrece un anuncio al uso.
¿Cuánto vale eso? Vale dos décadas laborables buscándome la vida. Una reputación creada a base de ofrecer temas interesantes. Ser fiable para clientes y periodistas. Y, por supuesto, ayudar desinteresadamente en muchas ocasiones porque sí. Porque me apetece.
Termino con un símil. Nos cabrea, pero cuando un fontanero viene casa y arregla algo en dos minutos le pagamos a tocateja. Y él nos explica que la clave no está en los 120 segundos, sino en saber qué tornillo apretar.
Quizá deberíamos empezar a dar el mismo valor a las ideas y las conexiones. Al fin y al cabo, son las que acaban haciendo ganar dinero a la gente. Por el simple hecho de poner en contacto a dos personas que acabarán teniendo negocio juntos. Obteniendo un valor económico. Y, muchas veces, no recordando a quien se lo posibilitó a ambos.